Llegué a Múnich desde las antípodas, con cuatro maletas y ocho mil euros en el bolsillo. Mi hermano pagó el boleto y mi papá me consiguió una habitación en Sendlinger Tör, cerca a la universidad. Un alemán adorable, cuya edad no sé (porque son muy altos) iba a mi lado. Sonreía cuando yo le ayudaba. Creo que en Colombia aprenden a sonreír.
Mis maletas eran gigantes y se me cayeron. Cogí el taxi más costoso de mi vida (50 euros) y llegué donde una señora de cabello rojo que se quejó de lo mucho que me tardé. El cuarto era hermoso pero ella era insoportable. Se llamaba Doris y por razones que nunca entendí, sentí que me odiaba o que yo le fastidiaba.
Sentí racismo desde los primeros meses. Sabía que los inmigrantes del sur global a menudo éramos vistos como ciudadanos de segunda pero en Bavaria la sensación era intensa. Había poca amabilidad y muchas respuestas llenas de antipatía y desprecio. Hasta que conocí gente de verdad. Seres adorables que me cambiaron la imagen que en mis primeros meses me formé de la ciudad que me había adoptado.
Fui al Deutsche Bank para abrir una cuenta y tras preguntarme la nacionalidad, me dijeron que no le abrían cuentas a colombianos. Qué cosas, me fui de un país homofóbico para caer en uno racista, pensaba en ese entonces.
Nunca he negado, ni negaré de dónde vengo. Soy bogotano, sin aspavientos pero tampoco con vergüenza. Mis abuelos vienen de la tierra, la que labraron hasta sus últimos días. Mis otros abuelos vienen de la provincia y yo vengo de la ciudad. Conozco la guerra por los lados. He sido afortunado. Mi lengua materna es el español, soy mestizo, creo que tengo raíces de los blancos, los negros y los indígenas. Soy abiertamente homosexual y me gustan las flores. Sobretodo eso, me gusta ver los colores de las flores.