Fui a la autoridad de extranjería, donde hace semanas hice mi solicitud para un permiso de trabajo. Tras muchas semanas de visitarlos y oírles sus respuestas llenas de pendantería, finalmente me dicen que no recibieron mi solicitud. Tras ocho semanas, de hacer filas de madrugada y enviarles mensajes que respondían de manera genérica.
Estos días tengo ganas de llorar, como lo he hecho hace muchos años. Quiero llorar, como un guijarro cuando se rompe. Sin etiqueta, trágicamente. Quiero descansar de la estabilidad humana y decir con tranqulidad: Estoy cansado.
Mañana se vence la posibilidad de tener este empleo y no he recibido más ofertas. Frente a la ventanilla, me enfadé. No suelo hacerlo. Estoy agotado ¿no puede salir algo con facilidad y bien? ¿Todo tiene que ser tan enredado y complicado, tan lleno de conflictos?
Quiero descansar. Quiero entregar mi tesis y pensar que el futuro es un prado verde y amplio, lleno de montañas, de nieve, «de venados y de estrellas transparentes». Quiero graduarme y creer que una nacionalidad, un color de piel, un color de ojos, una inclinación sexual no limitan a nadie. Quiero trabajar en algo que me haga libre y con algo de suerte, que me haga feliz. Quiero viajar por el mundo, conocer las antípodas y escuchar a ancianos centenarios contándome el paso de Alejandro Magno por reinos que han sido devorados por las geografías de la modernidad. Quiero hacer ciencia, descubrir el nombre del reflejo de una estrella sobre lagos azules y glaciares. Quiero caminar tranquilo, atravesar fronteras sin las púas, ni los ejércitos apuntándome. Quiero besar la piel, acariciar el pasto y mover mi cuerpo, sin vergüenzas, ni prisas. Quiero oír las caravanas de comerciantes, contando historias sobre buques sumergidos, dromedarios del Sahara y ciudades amuralladas. Quiero decirle al mundo que estoy vivo y que no le tengo miedo. Quiero decirle al mundo, que lo quiero conocer.