De Dioses y de Monstruos

El diminuto monje cerró la puerta. Hizo una última oración, de ésas que a menudo Dios no escucha y se fue a cumplir la misión que le había encargado el Abad: Evangelizar a los monstruos del Orinoco.

Llegar no fue fácil. Tuvo que atravesar senderos llenos de meandros, en los que su reflejo se confundía con las estrellas. La higiene de su monasterio mutaba a practicidad, cuando debía sentarse en medio de los árboles a defecar y luego limpiarse con hojas de árboles gigantes.

Le asignaba a Dios los milagros y a Satanás las desgracias. Qué bien que se salvó de las flechas envenenadas, eso fue Dios. Qué mal que la comida de una semana fue devorada por un jaguar, eso fue Satanás. Qué bien que encontró los mapas de las anteriores misiones, eso fue Dios. Qué mal que lloviera y sus salmos protectores desaparecieran dispersos en una rivera de monos aulladores, eso fue Satanás.

Sin comida, le imploró a su Dios blanco, heterosexual y todopoderoso que lo protegiera. Y en respuesta una serpiente le mordió el tobillo.

Despertó rodeado de fuego. Confundido, se preguntaba por qué había llegado al infierno, si sólo los villanos llegaban a ese punto. Un bastardo y unos cuantos robos de adolescencia, habían sido compensados con miles de rosarios. A los lejos, la voz de un ser de piel oscura. Un idioma ininteligible. Un idioma orinoco.

Se percató que no estaba muerto sino en el interior de una maloka, a disposición de los monstruos. Los cronistas decían que tenían la boca en el estómago y algunos de ellos descendían de cíclopes. Pero estos eran distintos. Seres de piel oscura pero con una forma exactamente humana.

Estaba débil. Le rezó al altísimo. Y pudo ver sus danzas, sus dioses, sus símbolos abstractos, su servicialidad, su confusa humanidad. Cerró los ojos y durmió.

Despertó. Vio algunos hombres blancos entre ellos que perseguían a las nativas buscando algo de amor. Se persignó. Intentó dar las gracias pero ahora su dialecto, era de las antípodas. Se marchó, no sin antes pedir que le dieran un burro. Todos se rieron.

Tras recibir ayuda de un colono que lo llevó a Puerto Inírida, en el menor tiempo regresó a su monasterio. Les contó lo que vio. Cómo vivían los monstruos.

El Abad le pidió que lo condujeran a la aldea. El camino era largo, de manera que lo retrasaron unos días. Partieron con las luces de la aurora. Y llegaron al cabo de una semana.

En la aldea, el Abad caminó sinuosamente y se acercó a una de las nativas. Le dijo: Es mi hijo, me lo llevo. Y un muchachito birracial, entre llantos fue arrancado de su rancho. No paró de llorar el camino de regreso.

Miraron hacia el atardecer, mientras atravesaban un arroyo en medio de la nada. El Abad, padre tardío, le dijo a su hijo: Mira, hemos dejado la tierra de los monstruos.

Al monje lo ascendieron. Su silencio fue bien pagado pero nunca llegó a Abad. Tan pronto murió el líder del monasterio, en un movimiento que nadie entendió, el muchachito que venía de las orillas del río Inírida terminó dirigiendo la comunidad más antigua de sacerdotes.

Entrada la noche, el monje se fue. Dejaba una carta diciendo «he dejado a los montruos. Me dispongo a conocer a los dioses».

Publicado por WalkingtoRest

Ich bin Iván

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