Aprendí de mi familia a burlarme de los demás. De sus características físicas, de los acentos, de la manera de hablar, de los peinados, de los manerismos y cualquier pequeño detalle que pueda hacer a alguien notorio. Nunca pensé que ese era el mecanismo de defensa de los míos para asumir sus complejos personales. Complejos que van desde su cuerpo hasta temas tan básicos como «salir de lo normal».
Bajo la excusa de burlarme yo también, le hice matoneo a personas creativas y de buenos sentimientos como Andrés. En mi defensa debo decir que en la medida de los posible le ofrecí una amistad. Pero me arrepiento profundamente de las veces que fui violento, machista y al final, estúpido.
Una de las personas que seguía en una cuenta de Youtube era Carlos Ortiz. Un chico cualquiera, que publicaba videos cantando canciones o haciendo «actuaciones mediocres». Hasta el día de hoy lo recuerdo, casi quince años después. Tenía un compañero de ojos azules. Y lo reconozco, envidiaba poder tener esa cercanía con alguien. Siempre quise ese alguien sensible, guapo y misterioso cerca de mí.
De Carlos me burlé, sin que él nunca lo supiera. De hecho, él ni siquiera sabe que existo. Estudió en Buenos Aires algo relacionado con cine. Luego volvió a Colombia. Siguió publicando videos mediocres. Intentó ser director, actor y modelo. Supongo que nada cuajó. Lo busqué en Facebook y lo encontré. Ahora trabaja en una funeraria en México. Reconozco que me reí. Pero luego pensé que él era todo lo que yo hubiera querido ser. Es un chico guapo, creativo, abierto, con amigos, con amores y con impulso para hacer lo que quiere sin miedo.
Cómo me habría gustado ser yo mismo.