Bogotá es la ciudad donde el oficio de los hombres
es tejer la soledad,
del opulento norte al fin del mundo que queda en el sur;
o de la colina al río que se muere en la ciudad.
Las calles se construyen con base en vendedores de carritos
y los buses transportan historias que luego chocan
con muros de cemento y de neón.
Los rascacielos miran con tristeza la neblina,
apuñalada por bostezos de sol,
y su sombra refugia en parquesitos
a transexuales y punketos
que son hermanos en la madrugada,
porque todos los seres somos iguales
en un parque, drogados y al amanecer.
Los hombres de corbatas largas contienen la respiración
y trepan a lo alto de torres de ladrillo
desde donde los humanos se ven del tamaño de su época,
y los humanos de esta época se preguntan
en las calles y avenidas
si trepando los cerros
se verían más pequeños.
Y las mujeres pequeñas
que venden dulces,
que rezan a vírgenes
y perdonan a la vida,
leen entre autos y ruidos de bestia
un poema corto sobre el amor.
En simultáneo
un hombre diminuto,
pisa duro el cemento,
atraviesa barrios con carrileras sin trenes,
visita bibliotecas rodeadas de agua,
hace crujir las hojas de los astoraques,
mientras una nube blanca,
flota sobre el sonido catastrófico
haciendo de cuenta que no existe la ciudad.