Soy Obstinado

Estoy vivo porque soy obstinado. Mi mamá me contaba que sobreviví a un aborto (por un falso diagnóstico de preclapmsia), a un parto expulsivo, a una abusadora sexual y a una infección facial. Y aunque suene heroico, me habría gustado sobrevivir a la mitad de todo eso. No hay mérito en sufrir. Siempre he querido vivir en paz.

A menudo me pregunto ¿por qué he insistido tanto en sobrevivir? Si es un mundo tan desigual y de tantas formas, horrible. Y estos días, lo volví a pensar. Creo que estoy obstinado, en creer que alguien con mis características sociodemográficas puede romper todos los muros a su alrededor. Y cuanto menos, ser feliz.

Tiempos Tristes

Aunque de dientes para afuera suelo decir que mi cumpleaños es el momento más importante del año, para adentro sé que es un día triste. Especialmente ahora, que en dos días cumplo treinta y me comienzo a cuestionar en qué voy, frente a todo lo que soñé.

Por razones que no entiendo, mi cumpleaños y la navidad, son días que no me gustan del todo. Quizás porque más de una vez los he pasado solo. Quizás porque no mucha gente se acordaba de mi cumpleaños cuando era niño. O tal vez sea un tema de expectativas: De niño sentía que no era muy importante para nadie.

Aquí es cuando viene la reflexión sobre el amor. Mis papás, hermanos y amigos han dado siempre lo mejor. Pero nunca he sentido que sea suficiente. Me llevaba la sensación de que siempre era un apéndice de sus vidas. Nunca alguien verdaderamente importante. Nunca me sentí profundamente amado.

Eso sumado a que por estos meses he dejado que florezcan mis rabias, las profundas, me ha llevado a un estado muy amargo ¿de qué rabias hablas, Iván? De haber crecido en un hogar homofóbico, con violencia física, lleno de gente acomplejada que nunca me permitió abrir mis alas al mundo. Y sí, he tenido pensamientos oscuros. Me he permitido sentir ira por mi mamá (tema tabú en Colombia). Me he permitido odiarlo todo. Todo.

Me ha comenzado a picar el mosquito de la soledad: La crisis de los 30 de los gay. Tengo miedo a vivir una vida sólo coincidiendo con tipos fríos e insensibles. En este punto me pregunto ¿es el amor lo que imaginé?

Sentimientos Encontrados

Desde que perdí la oportunidad de empleo debido a la autoridad de extranjería (KVR) tengo sentimientos encontrados. La verdad es que no quería irme a Taunusstein y si de preferencias se trata, Múnich es mejor (salvo por la gente y la KVR). Por otro lado tengo un taco en la garganta. Por esas fechas, Oliver, mi mentor en TUM quería ayudarme a entrar a ERM. El mejor mentor del mundo, para ser honesto. Cuando le comenté de la oferta, me preguntó si quería seguir con el proceso para ERM y pues yo preferí decirle que esperáramos. No me respondió nada. No sé si esté molesto conmigo. Qué vainas.

Ahora me resta enviar hojas de vida. El fénix, de nuevo se levanta de las cenizas. De nuevo, como para no perder la costumbre.

Días Kafkianos

Hoy es uno de esos días en los que estoy aburrido de Alemania, particularmente de Múnich. Apliqué incansablemente por un empleo, logré una entrevista, me aceptaron. Hasta hoy tenía para obtener un permiso de residencia y sucede que la oficina de extranjería considera que sus tiempos, de varios meses, son poca cosa.

No sé si vaya a poder tener este empleo, o alguno en este país. Me siento cansado. Qué tontería. Se quejan a mares de los refugiados, que porque lo tienen todo, sin esfuerzo. Se quejan de los migrantes porque les roban el empleo, porque cruzan las fronteras violando el derecho internacional. Vamos, y uno que lo quiere hacer todo por el derecho, ante las propias autoridades alemanas, se encuentra con un laberinto de trámites absurdos que no son capaces de reaccionar ante la realidad.

Siempre es lo mismo. Siempre esa burocracia con cara de palo que se cree superior a quiénes la padecen. Yo también fui servidor público y a leguas puedo decir que intenté ser mejor. Que intenté ser honesto, eficiente y veloz ¿qué diablos pasa con la gente?

Adiós Jose

Nos conocimos por cosas del azar; nos tocó trabajar juntos. A Jose lo recuerdo porque extrañaba a su familia. Recién llegado de otras tierras, se enfrentaba a Bogotá, que suele ser fría e indiferente. Era un cromatografista destacado, que hablaba con tranquilidad de lo que sabía, porque finalmente sabía mucho.

Le tocó un jefe corrupto. El que me mandó al exilio. Le tocó unos campañeros chéveres y otros bastante gavilleros. Una vez apostamos sobre la posibilidad de cambiar la valencia del oxígeno en entornos naturales. Perdió. Y lo hizo como un caballero. Le tocó pagar una chocolatina.

A la larga quién ganó fue él. Trabajó honestamente, sus hijas y su esposa lo quisieron, y él a ellas. Nunca lo vi con pretensiones de macho barrio, tan abundantes en los auditores novatos. Siempre me pareció alguien confiable. Estaba llegando lejos en su carrera. Y quizás, ahora está más lejos o de maneras insospechadas, más cerca.

Descansa en paz, Jose. Me habría gustado hacerte la vida más fácil. Pero sólo ahorita entiendo el peso de la soledad del exranjero. Que seas feliz y mucho, en esta y todas las vidas que siguen. Un abrazo grande.

Woher kommst du?

-Woher kommst du? (¿de dónde eres)- me preguntan a menudo, cuando notan que no soy local.

-Aus Kolumbien- respondo, sin temblar, sin miedo, sin orgullo.

Vengo de Bogotá. Nací a unas cuadras de la carrera séptima y a otras de la calle 63. Hasta que fui adulto no supe que era el barrio gay de la ciudad. Ahora lo digo con orgullo. Nací, de cierta forma, para ser gay.

¿Y qué significa venir de Bogotá? Pues nada. No significa nada en sí mismo. Pero para cada individuo, puede significarlo todo. Palabras etéreas ¿cierto? Pues bien, me explico. Venir de Bogotá significa atravesar de la manó de la mamá las aceras de una ciudad gris, llena de habitantes de calle y con el cielo lleno de smog, mientras el mundo de los adultos se convulsiona. Mientras ella llora porque se quiere divorciar y algo no la deja.

Crecer en Bogotá, es ir a un jardín de niños que no saben que son privilegiados materialmente. Es aguantarse las rabietas de las profesoras. Es no poder responderle físicamente a los ataques de las compañeras porque «a una mujer no se la toca con el pétalo de una rosa», aunque la violencia sí sea un lujo noventero con el que ellas cuentan.

Crecer en Bogotá, es tener un papá machista, que llena sus vacíos de infancia con amantes. Que encuentra el amor en moteles, alumbrando su soledad con la penumbra del neón.

Crecer en Bogotá es tener dos hermanos castrados. Dos hermanos que acuden al insulto, a la violencia física. Chicos que no pueden llorar. Que les da pena bailar. Que no pueden expresar sus sentimientos o si no, son homosexuales.

Crecer en Bogotá es gustar de los hombres. Es ser un niño que ve pancartas de modelos flamantes y sentir que el flujo sanguíneo se acelera. Es ver otros niños y fantasear con ellos. Es ser homofóbico, para ocultar quién es uno. Es ser cruel, violento y burlón, para no dejar que el mundo le pase a uno por encima.

Madurar en Bogotá, es entrar en depresión, refugiarse en la soledad. Asumirse a uno mismo. Procurarse una mejor personalidad. Es cuestionarse, si uno quiere ser hombre (o incompleto). Es comenzar a seguir a Frida Kahlo. Es comenzar a hablar de jovencitos. Es estar feliz porque el papá superó la crisis económica. Es irse en un Nissan hasta el colegio, regalo de mi abuelito para el adolescente que fue mi papá.

Vivir en Bogotá, es meterse a chats gays para conocer otros jovencitos. Explorar, usar pseudónimos. Ser consciente que uno le gusta a unas personas y a otras no. Es tolerar la rudeza del mundo gay. Pero también es aceptar la dulzura de los espacios que crea, casi subterráneos en una ciudad que quería despertar.

Vivir en Bogotá es mirar las montañas, el verde esmeralda; el atardecer, los amanerceres intensos; es enamorarse platónicamente de gente que no sabe tu nombre. Es soñar que se puede salir de tanto desamor. Que es posible una vida con más ternura y aceptación.

Vivir en Bogotá es llegar a la universidad más cara del país. Llegar después de una adolescencia que parecía una bomba nuclear. Es llegar silencioso, estudioso, con miedos. Es aceptar la tontería de la clase alta. Su timidez parecida a la discriminación. Su inmadura concepción del inmenso mundo. Al final, su mediocridad.

Vivir en Bogotá es no encontrar empleo al graduarse. Buscar, enviar hojas de vida. Es sentir la humillación de haber sido uno de los mejores estudiantes y tener que arrodillársele a un mundo que te mira como cualquier cosa. Es llevar las marcas que deja una universidad excesivamente exigente y descubrir que los sacrificios de tiempo (y de ánimo) no sirvieron de mucho.

Vivir en Bogotá es durar horas en el transporte público. Asumir un trabajo excesivamente exigente, con una jefe mitómana y autoritaria. Es nadar en un entorno corporativo homofóbico. Es desarrollar un trastorno obsesivo compulsivo y ocultarlo para no tener problemas en el trabajo. Es tolerar los malos tratos de los jefes y los clientes. Es aburrirse de tanta mierda y un día renunciar.

Vivir en Bogotá, es encontrar un empleo en una entidad pública. Es luchar duro a pesar de lo gavilleros que pueden ser los contratistas egresados de la Universidad Nacional. Es ver la corrupción, en esos favores de corazón que hace la gente. Es notar la ignorancia y la mediocridad de personas que no hablan inglés y emiten conceptos sobre normas internacionales. Es luchar duro. Es creer en uno. Es hacer políticas de orden nacional. Es buscar el amor, con lo escaso que está en nuestros tiempos. Es embarrarla y a veces perder a algunos amores.

Vivir en Bogotá, es hacer una especialización mientras se trabaja. Es tener que hacerle el trabajo a los funcionarios públicos. Es salir con alguien. Es notar que es adorable. Es sentir que realmente te quiere. Es verle conductas de posible maltratador. Es huir de él. Abandonarlo.

Vivir en Bogotá es tener un jefe corrupto, una colega recomendada por la ultraderecha, es dejar de tener esperanzas en el sistema. Vivir en Bogotá, es descubrir que no hay ciencia, ni interés en tenerla.

Vivir en Bogotá es agotarse. Es cansarse. Cansarse de la relación tóxica de los papás, del vacío de los hombres (y de sus heridas que gritan), de los hermanos castrados, de los sueldos poco proporcionales, de la corrupción desaforada, de la falta de compromiso con la gente y de la pobreza elegida (a punta de malos votos).

Dejar a Bogotá es quitársela de encima y cargarse una nueva realidad. Quizás el racismo, quizás una pandemia.

Hijo de Tigre

Mi mamá se fue a Puerto Inírida cuando tenía veinticuatro años. Se fue al Orinoco, dónde los indígenas todavía peleaban contra los jaguares, donde había una tribu de mujeres color canela con el cabello rubio y los ojos color miel. Tierra de hombre rudimentarios, que acechaban a las mujeres como un animal de monte acecharía a una hembra.

Entre las cartas que una vez indiscretamente leí, había una para mi papá. Eran amigos y ella aún no estaba segura de querer amar o de querer casarse. Le decía que le había tocado ser una «tigra», sacar de lo más profundo de sus entrañas las fuerzas que no tenía y así, capotear el mundo, como una amazona. Como las colombianas se enfrentan al mundo. Sin ejército, sin más que su propia fuerza.

Uno pensaría que la «civilidad» alemana libra de los detalles penosos del sur global. Y la verdad es que sí, en términos de pobreza, de delincuencia y desempleo, Alemania saca la cara por un mundo acostumbrado a la miseria. Pero eso no la libra de los retos que nos pone a los inmigrantes. De las filas eternas, de los procesos kafkianos que amenazan todo el tiempo nuestra permanencia y nuestros planes de vida.

Hoy amanecí algo cansado. Otra vez tuve que ir a la autoridad de extranjería. Y otra vez me enfrenté a gente ruda, amargada e irresponsable. Gente que comete errores y nunca los reconoce. Y hoy me pegó duro. Me trajo malos recuerdos y me echó en la cara que soy otro, alguien que está un poco abajo comparado a los locales. Y eso a veces cansa.

Pero aquí me tienen. Porque soy experto en joder al sistema. Porque así soy. Porque nací con la rayas pintadas.

Las Distancias de los Hombres

No quiero olvidar que mi abuelito deambulaba con camisas viejas, las uñas llenas de tierra y los pies callosos, cultivando una tierra árida a donde el Estado no llegaba. No quiero perder nunca el norte. No quiero olvidarme de quién soy y de dónde vengo. No quiero cargar con el inmenso peso de un ego prestado.

A veces me vuelvo arrogante. O por lo menos eso siento. Después de tantas luchas, es inevitable mirar atrás y sentirse con superpoderes. Y a pesar de tanto, quiero recordar que estoy dónde estoy gracias a la generosidad de la vida. No quiero olvidar.

Estoy viendo el Tigre Blanco y me pregunto ¿por qué nos separan abismos? ¿Por qué hay hoyos tan profundos entre los humanos que nos hacen vernos como extranjeros en un mundo dónde todos los cadáveres se llenan de gusanos y todas las tumbas tienen lápidas que el tiempo borra?

Eso extraño de la niñez. Cuando podía jugar con quién se me antojaba, sin miedo a nada. Extraño la sabia inocencia de sabernos fraternales.

Una Posibilidad

Existe una posibilidad. La posibilidad de dejar a Múnich por un pueblo pequeño, que casi ni aparece en el mapa pero que me ofrece el empleo que la capital bávara no me ha ofrecido.

A su manera, siento que la vida me dice que algo se acaba. Mi contrato de arrendamiento finaliza en septiembre y mi maestría termina en octubre.

También siento algo de rencor. No entiendo por qué tuve que conocer la ciudad en su momento más aburrido y porque me divertí tan poco. No entiendo de qué sirvió sufrir tanto si al final no hay una ciudad dispuesta a abrazarte y decirte: «lo has hecho bien, aquí acaba la prueba».

Tengo emociones encontradas. No sé si seré feliz en un pueblo pequeño. Si conoceré hombres que me gusten. Si podré mantener mi privacidad al margen de los pueblerinos que a menudo aman el deporte del chisme y la soledad de la crítica. No sé si podré montar bicicleta, descubrir museos, escalar montañas. No sé a dónde va a parar todo esto y tengo tristeza. Aprendí a querer esta ciudad y ahora, elijo y debo dejarla.

Un Bogotano en Bavaria

Llegué a Múnich desde las antípodas, con cuatro maletas y ocho mil euros en el bolsillo. Mi hermano pagó el boleto y mi papá me consiguió una habitación en Sendlinger Tör, cerca a la universidad. Un alemán adorable, cuya edad no sé (porque son muy altos) iba a mi lado. Sonreía cuando yo le ayudaba. Creo que en Colombia aprenden a sonreír.

Mis maletas eran gigantes y se me cayeron. Cogí el taxi más costoso de mi vida (50 euros) y llegué donde una señora de cabello rojo que se quejó de lo mucho que me tardé. El cuarto era hermoso pero ella era insoportable. Se llamaba Doris y por razones que nunca entendí, sentí que me odiaba o que yo le fastidiaba.

Sentí racismo desde los primeros meses. Sabía que los inmigrantes del sur global a menudo éramos vistos como ciudadanos de segunda pero en Bavaria la sensación era intensa. Había poca amabilidad y muchas respuestas llenas de antipatía y desprecio. Hasta que conocí gente de verdad. Seres adorables que me cambiaron la imagen que en mis primeros meses me formé de la ciudad que me había adoptado.

Fui al Deutsche Bank para abrir una cuenta y tras preguntarme la nacionalidad, me dijeron que no le abrían cuentas a colombianos. Qué cosas, me fui de un país homofóbico para caer en uno racista, pensaba en ese entonces.

Nunca he negado, ni negaré de dónde vengo. Soy bogotano, sin aspavientos pero tampoco con vergüenza. Mis abuelos vienen de la tierra, la que labraron hasta sus últimos días. Mis otros abuelos vienen de la provincia y yo vengo de la ciudad. Conozco la guerra por los lados. He sido afortunado. Mi lengua materna es el español, soy mestizo, creo que tengo raíces de los blancos, los negros y los indígenas. Soy abiertamente homosexual y me gustan las flores. Sobretodo eso, me gusta ver los colores de las flores.

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